En el universo Kardashian no existen los límites, la líder del clan más famoso de Los Ángeles vuelve a sorprendernos con una propuesta disruptiva y ¿por qué no? encantadora. Kim Kardashian presentó su más reciente lanzamiento para SKIMS —una colección de ropa interior con peluche sintético que imita vello púbico— y con el ha logrado lo impensable: unir a TikTok, Twitter y a las tías más conservadoras del grupo familiar en un mismo tema.
La prenda, parte de una edición limitada, se viralizó por su propuesta irónica: un thong minimalista con una aplicación de pelo artificial que simula distintas texturas y tonos de piel. Lo que para algunos fue una provocación innecesaria, para otros representó un gesto de liberación corporal, una crítica al canon de depilación absoluta impuesto por décadas. Y en pocas horas, la colección se agotó.
El fenómeno confirma el poder de Kim Kardashian para convertir la controversia en capital cultural. Lo que comenzó como una broma en redes se transformó en un debate sobre feminidad, belleza natural y la forma en que seguimos negociando nuestra relación con el cuerpo. Más allá del shock inicial, el mensaje detrás es claro: la sensualidad no tiene que ser recatada, homogénea ni complaciente. Simplemente es.
SKIMS, que ya había conquistado el mercado con sus básicos inclusivos y su apuesta por la diversidad de tallas, lleva ahora la conversación un paso más allá. En lugar de vender una prenda sexy como tradicionalmente la concebimos, la marca vende una idea: que la autenticidad —incluso la más incómoda— también puede ser deseable.
Hace unas semanas fuimos testigos de la acalorada discusión que desató la propuesta de Duran Lantink en la Semana de la Moda de París 2025 con sus desnudos en pasarela y rápidamente vuelve el público más conservador a condenar las referencias al cuerpo femenino que al parecer sigue siendo tema de debates incendiarios, en ese contexto, Kim Kardashian logra lo que pocas figuras del entretenimiento han conseguido: usar el marketing como espejo cultural. El resultado es un recordatorio provocador de que la moda íntima, al final, también es una declaración política. Y nos va a tocar soportar.