¿Por qué fracasan las dietas restrictivas? La respuesta va más allá de la fuerza de voluntad

El problema de las dietas restrictivas no es la fuerza de voluntad, sino el sistema que enseña a las mujeres a temerle a su propio cuerpo

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¿Por qué fracasan las dietas restrictivas? La respuesta va más allá de la fuerza de voluntad

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Durante décadas, la promesa de una dieta perfecta ha sido el espejismo con el que crecieron generaciones enteras de mujeres en todo el mundo. Planes que prohíben, limitan y condicionan lo que comemos bajo la idea de que el control es sinónimo de belleza o valor personal. Sin embargo, la evidencia científica y psicológica ha dejado claro algo fundamental: las dietas restrictivas no funcionan a largo plazo y, peor aún, pueden deteriorar la relación que tenemos con nuestro cuerpo y con la comida.

Las restricciones extremas generan un círculo difícil de romper. Cuando se limita severamente la ingesta calórica o se eliminan grupos de alimentos, el cuerpo entra en un estado de alerta que reduce su metabolismo y activa mecanismos de defensa frente a la escasez. Ese proceso natural termina saboteando los resultados y provoca lo que se conoce como efecto rebote. No es falta de disciplina, es biología.

Pero más allá del plano físico, el problema es cultural. La mayoría de las dietas restrictivas más populares han sido diseñadas y promovidas desde un sistema que asocia la delgadez con el éxito, la virtud o la feminidad. Bajo esa narrativa, comer se convierte en culpa y el hambre en un enemigo. Desde la mirada feminista, el cuerpo de las mujeres ha sido históricamente vigilado, moldeado y medido bajo estándares ajenos a la salud real o al bienestar, lo cual forza a las mujeres a obsesionarse con resultados realmente imposibles.

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Las dietas restrictivas fallan porque ignoran la complejidad de lo humano

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La psicóloga alimentaria Elyse Resch —coautora de Intuitive Eating— explica que el enfoque debe desplazarse del control al respeto corporal, es decir, aprender a escuchar las señales del hambre, del placer y de la saciedad sin convertirlas en una batalla. En otras palabras, nutrirse sin miedo.

Las dietas restrictivas fallan porque ignoran la complejidad de lo humano. No contemplan las emociones, el contexto, ni los distintos tipos de cuerpos y metabolismos. Tampoco reconocen que comer es un acto de autocuidado, de pertenencia y de placer que no sólo depende de la fuerza de voluntad, sino que atraviesa incluso a la cultura.

Repensar nuestra relación con la comida implica desmontar esa vieja creencia de que valemos más si comemos menos y por ende, somos mejor valoradas cuando somos más delgadas. No se trata de rendirse ante la salud, sino de recuperarla desde un lugar más sano, empático y libre. La verdadera transformación no ocurre al contar calorías, sino al dejar de contarnos mentiras sobre lo que deberíamos ser con falsas promesas de belleza.
Come sin miedo, ama tu cuerpo y celebra tu vida.

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