Por: Jessica Servín Castillo
Fotos: Germán Nájera + Iván Flores
Styling: Rodrigo Alcántara
Hay historias que no necesitan un gran escenario para comenzar. La de Oka Giner empezó en Camargo, Chihuahua, donde desde pequeña, algo en ella gravitaba hacia los reflectores, hacia el escenario. “Mis tardes eran yo, mis muñequitos y mis discos de Tatiana o Cri-Cri. Siempre estaba actuando”, recuerda con una sonrisa.
La niña que se disfrazaba de ratoncita presumida en el kínder nunca dejó de soñar en grande. “Desde el principio supe que quería ser actriz. Lo tuve claro desde siempre. Cuando le dije a mis papás que me iba a ir a estudiar actuación, nadie se sorprendió”, me cuent
a con la certeza de quien ha tenido una brújula interna toda su vida.
Entre la transformación y el ritual
Convertirse en actriz no es solo pararse frente a una cámara. Es entregarse a cada historia como si fuera la última, es despedirse del personaje cuando cae el telón. Oka ha desarrollado con los años un proceso personal profundo y meticuloso. “Me gusta estudiar con un coach. Analizar los textos me regresa a la escuela, a enamorarme del guion como la primera vez”, me dice.
Además, ha aprendido a soltar. Literalmente. Cada noche, al colgar el vestuario de su personaje en el camerino, le habla mentalmente: “Gracias por permitirme jugar. Pero te quedas aquí. Oka se va a casa”, cuenta sobre su ritual tan poético como necesario para una actriz que se entrega totalmente a cada papel.
Y en ese sentido, en el de la actuación, hay escenas que parecen escritas para sanarnos. Para Oka, muchos de sus papeles han resonado profundamente con su vida personal. En Madre Solo Hay Dos, su personaje vivía una pérdida amorosa que se transformaba en otra forma de amor. Ella, en la vida real, acababa de perder a su padre. “No sé si fue casualidad. Pero esos papeles me han llegado en momentos clave. Es como si el personaje me eligiera a mí”, dice con voz serena.
Cada historia ha sido también una forma de terapia. De mirarse por dentro. Y de comprenderse un poco más.
La disciplina es su religión
Detrás de su sonrisa y el carisma natural que posee, hay una mujer de acero. Oka lo dice sin rodeos: “La disciplina lo es todo”. Admira profundamente a sus colegas por la entrega total que implica este oficio: estudiar, madrugar, renunciar a eventos familiares, entrenar, grabar sin parar. “Este trabajo no perdona. Si no eres disciplinado, no sobrevives”, sentencia.
Es, quizás, una de las razones por las que ha logrado mantenerse vigente, crecer, y evolucionar en una industria que rara vez ofrece segundas oportunidades. Y es que, más allá de la actuación, Oka también ha cultivado su faceta emprendedora. Fundó ROWLIT, un estudio de indoor cycling en Cuernavaca, y Okandle, su marca de velas artesanales. Dos proyectos que nacieron del deseo de crear, de cuidar el cuerpo y el alma. “Okandle nació como un hobby en pandemia. Hoy es una parte muy linda de mi vida”, comparte.
Ambos emprendimientos, como todo lo que hace, están impregnados de su esencia: sensibilidad, autenticidad y una estética que invita a la calma.
Un respito, amor y Madrid
Tras el éxito de Las hijas de la señora García, Oka decidió detenerse. Lo necesitaba. Su matrimonio también. “Nos dimos cuenta de que estábamos cumpliendo nuestras metas, pero desconectados. Y eso no era el trato”, confiesa, pero hoy, vive un momento de reconexión con su pareja, con su profesión y consigo misma. Además, me reveló que se prepara para estudiar en Coraza, en Madrid, una escuela dirigida por el coach de Javier Bardem. “Quiero reenamorarme de la actuación. Volver al origen. Aprender de los mejores”, dice y mientras lo hace sus ojos brillan.
Otro de los pilares importantes en la vida de Oka es la espiritualidad y el autocuidado. Ella, asiste a terapia, escribe cartas al universo y presta atención a las señales. “El universo concede lo que pides con el corazón. Pero no puedes engañarlo. Te conoce mejor que tú”, asegura, y nos cuenta que tiene un diario donde detalla sus deseos. Cree en los decretos, en las palabras que construyen realidad. Y que cuando sube a un avión, siempre le habla a su papá. A veces, como le pasó hace poco, él le responde: “Abrí la ventana y ahí estaba, un arcoíris. Fue su forma de decirme que estaba ahí”.
Un mantra tatuado en la piel
¿Le temes al paso del tiempo?, le pregunto y de inmediato dice: “en absoluto”. Oka cree en la juventud del alma. Tiene una foto de ella de niña en su refrigerador y le agradece por haber soñado tan alto. Su mantra, heredado por su padre, lo lleva tatuado en la piel. “Ánimo. Eso decía mi papá antes de colgar cada llamada. Y ahora me lo repito en cada momento difícil. Ánimo, Oka. Ánimo siempre”.
Oka Giner no solo actúa, también inspira a todas esas niñas que crecen lejos de la industria, pero cerca de sus sueños. A las mujeres que quieren crear sin pedir permiso. A quienes creen en los pequeños milagros. Y sobre todo, a las que saben que el éxito no siempre es fama, sino coherencia. “Hoy me siento más conectada con la niña que fui que nunca. Ella soñó todo esto. Y yo solo me he encargado de cumplirlo”, finaliza y me despide con una sonrisa, esa que contagia felicidad plena.