Amar no siempre significa estar en calma. Hay relaciones en las que el cariño y la confrontación conviven con la misma intensidad, como si el vínculo necesitara probarse a través del conflicto. Peleamos con quien amamos no porque queramos herir, sino porque en esa cercanía aparecen nuestras emociones más primitivas: miedo, frustración, deseo de control o necesidad de validación. El amor, cuando es real, desnuda todas esas capas que solemos mantener ocultas frente al mundo.
El conflicto como espejo emocional
Las peleas no surgen del vacío. Detrás de una discusión sobre cosas aparentemente pequeñas —mensajes sin responder, horarios, desorden, decisiones compartidas— suele haber emociones no expresadas. El enojo se convierte en el lenguaje que reemplaza lo que no sabemos pedir. Muchas veces no peleamos por lo que pasó, sino por lo que sentimos al respecto.
En una relación íntima, el otro actúa como espejo ya que refleja nuestras carencias, nuestros miedos y las heridas que aún no sanan. Por eso el conflicto puede ser tan doloroso; porque nos confronta con nosotros mismos. En lugar de interpretar una pelea como el principio del fin, puede entenderse como una oportunidad de mirar lo que el vínculo está intentando mostrarnos.
Amar no es evitar discutir, es saber hacerlo
Las relaciones sanas no son aquellas sin desacuerdos, sino las que aprenden a discutir sin destruirse. La forma en que peleamos revela más sobre el estado del amor que la pelea en sí. Cuando el conflicto se convierte en un espacio donde ambas partes pueden expresarse sin miedo a ser humilladas o silenciadas, el amor se fortalece, pero cuando las discusiones giran en torno a ganar o tener razón, se pierde el sentido original de entendernos.
Aprender a discutir con respeto implica también aprender a poner límites, reconocer los propios errores y practicar la empatía. No se trata de evitar las emociones intensas, sino de canalizarlas sin convertirlas en violencia.
Las heridas que el amor activa
Amar despierta nuestras memorias emocionales más profundas. Si crecimos en entornos donde el afecto se mezclaba con el conflicto, es probable que asociemos el amor con la tensión. Por eso, cuando alguien nos importa de verdad, el sistema emocional reacciona con intensidad y se activa el miedo a perder, a no ser suficiente o a no ser escuchado. Reconocer ese patrón es el primer paso para romperlo.
Amar no significa no pelear. Significa poder hacerlo sin olvidar que el otro no es el enemigo. Detrás de cada discusión existe la posibilidad de un entendimiento más profundo, si hay disposición para escuchar y para reparar. En el fondo, peleamos con quien amamos porque ahí, en esa relación, nos sentimos lo bastante seguros como para mostrar lo que realmente somos. El reto está en transformar esa vulnerabilidad en un lenguaje que construya, no que destruya.