La infidelidad no siempre empieza con una traición física; muchas veces comienza con una carencia emocional. Mensajes que cruzan una línea, una conexión inesperada, o la sensación de sentirse visto por alguien más cuando en casa reina la distancia. Aunque cada historia es distinta, hay un punto común: seguimos siendo infieles porque, en algún nivel, buscamos algo que sentimos perdido —ya sea deseo, atención o validación.
Los estudios en psicología relacional señalan que la infidelidad no se reduce a falta de amor. En muchos casos, es una manifestación del ego, una forma de reafirmar la identidad o de llenar vacíos personales. Quien engaña no siempre lo hace por aburrimiento, sino por desconexión de su pareja, de su deseo o incluso de sí mismo. En una sociedad que idealiza las relaciones perfectas, el engaño funciona como un escape, aunque sea momentáneo, a la presión de tenerlo todo bajo control.
El terapeuta estadounidense Esther Perel, referente en temas de deseo y relaciones, explica que muchas personas no buscan otra pareja, sino otra versión de sí mismas. La infidelidad se convierte en una vía para sentirse vivo, para revivir emociones que la rutina enterró o para recordar la intensidad del inicio. Esa búsqueda de novedad, combinada con el miedo a enfrentar los conflictos reales, da forma a un ciclo difícil de romper.
A nivel biológico, también hay factores que intervienen. La dopamina —el neurotransmisor asociado al placer y la recompensa— se dispara ante lo prohibido o lo nuevo, generando una sensación de euforia difícil de replicar en relaciones largas. Con el tiempo, esa química puede volverse adictiva. No se trata solo de sexo, sino del vértigo emocional que produce sentir que algo secreto nos pertenece.
Pero detrás de esa aparente adrenalina, suele esconderse un miedo más profundo como el temor a la vulnerabilidad. Ser infiel puede ser, paradójicamente, una forma de evitar la intimidad real. Cuando una relación requiere comunicación honesta o confrontar lo que ya no funciona, muchas personas eligen la vía más fácil, por ejemplo, escapar hacia otra historia, en lugar de mirar de frente lo que duele.
Romper con ese patrón implica asumir responsabilidad emocional. No basta con no volver a hacerlo; es necesario entender qué lo motivó. La fidelidad no se trata solo de compromiso con otra persona, sino de coherencia con uno mismo. En un mundo donde el deseo se confunde con la validación y el amor con la costumbre, ser fiel puede ser, más que una obligación, una decisión de madurez emocional.