“Tengo que ir al trabajo. Es mi obligación”: la vida de una enfermera durante la pandemia de coronavirus

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Hasta la semana pasada, siempre me detenía en una cafetería de camino al tren que tomo para trabajar en una clínica en el centro de Seattle donde soy enfermera. Recientemente, a medida que la pandemia de coronavirus se extendió por nuestra ciudad y el resto de los Estados Unidos, el número de clientes siguió disminuyendo hasta que solo fuimos el barista y yo, a más de dos metros de distancia al otro lado de la barra. Le pregunté cómo habían ido los negocios y nos reímos. Me dijo que le gustaba mi esmalte de uñas naranja. Miré hacia abajo avergonzada y recordé que el esmalte de uñas astillado puede ser una cuna de gérmenes.

El primer caso confirmado de COVID-19 en los Estados Unidos se confirmó en enero: un hombre de mediana edad cerca de Seattle, no lejos de nuestra clínica. Cuando me enteré, admito que sentí una especie de emoción extraña, algo así como tener un amigo famoso, excepto que es un extraño con una enfermedad respiratoria viral que vive a 40 millas de distancia. El hombre se recuperó sin incidentes.

Por un tiempo después de eso, no hubo nuevos casos en el área, hasta donde sabíamos. Las enfermeras de mi clínica, donde la mayoría de nuestros clientes no tienen refugio y padecen enfermedades crónicas, actuaron como si estuviéramos compitiendo para ver quién podría ser el más tranquilo durante una epidemia.

No teníamos idea de que se pondría tan grave.

Mi novio me pidió que no ignorara sus súplicas de que tuviera “cuidado”. Incluso peleamos sobre qué tan preocupados debíamos de estar.

Pero el último día de febrero, un residente en un hogar de ancianos cercano se convirtió en la primera muerte en Estados Unidos por coronavirus. Esto fue seguido por noticias de que el virus probablemente se había estado extendiendo en la comunidad desde hace un tiempo. Todavía no estaba particularmente preocupada. La gente muere de gripa todo el tiempo, pensé.

Seguí mi vida normal. Intenté depilarme las cejas, pero la recepcionista del salón me dijo que estaban cerrados por “el virus”. Sin embargo, encontré otro salón cerca de mi casa abierto y fui allí. Me recosté en la mesa cuando la esteticista se inclinó para aplicar la cera, su cara a centímetros de la mía. Cuando terminó, le di mi dinero en efectivo en el salón vacío, sintiéndome culpable como si acabara de comprar drogas.

Luego llegó marzo y las cosas cambiaron. Rápido.

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Mi novio dejó de ir a la agencia de relaciones públicas donde trabaja y comenzó a pasar sus días en su computadora en nuestra sala de estar creando mensajes relacionados con COVID para varios clientes locales.

En la clínica supimos que un par de compañeros de trabajo saldrían “indefinidamente”. A pesar de lo que nos dijeron, no sed estaba haciendo la prueba a la cantidad suficiente de personas. Escuelas cerradas. Las cafeterías permanecieron abiertas.

Más pacientes comenzaron a presentar fiebre y tos. La mayoría de las personas que tratamos no tienen hogar, y es difícil poner en cuarentena un refugio en donde 100 personas duermen en la misma habitación. Escuché que cuando un hombre que se hospedaba en un refugio local dio positivo, lo aislaron haciéndolo pararse afuera en el patio.

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Foto: Getty

En este punto, nuestros supervisores comenzaron a poner desinfectante adicional de manos en la oficina de enfermería. Además nos dieron una botella pequeña a cada uno. Poco a poco se acabó. Nos dijeron que ya no lo podían conseguir y que los tapabocas también se habían agotado.

Para el 12 de marzo, 23 de los residentes del albergue cercano habían muerto. Traté de imaginar cómo sería si 23 personas que conozco murieran en menos de dos semanas. No pude. Es demasiado doloroso.

Durante el fin de semana, el gobernador de Washington, Jay Inslee, cerró todos los bares, gimnasios y cines e hizo que solo permanecieran abiertos los restaurantes. Grupos de más de 50 personas no pueden reunirse. Sin embargo, aunque la mayor parte de la ciudad se queda en casa, yo sigo yendo a trabajar, viendo personas enfermas y usando mi pequeño desinfectante para manos. A menos que me enferme, no hay escenario en el que pueda dejar de ir a trabajar. Tengo que. Es mi obligación.

Me lavo las manos con agua y jabón. Veo a mis pacientes. Tomo temperaturas y uso guantes. Y el lunes por la mañana cuando pasé por la cafetería, no entré.

Finalmente me doy cuenta de que la razón por la que debo tener cuidado no es porque COVID-19 me matará, sino porque podría contagiarme y matar a alguien más.

Este artículo fue originalmente publicado en Cosmopolitan US

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